Detrás
del relato: la historia que Emma no cuenta (pero Borges sí)
Texto
argumentativo de “Emma Zunz”
Escrito por Agustina
Carrazzoni
¿Es posible que una
mentira contenga más verdad que los hechos mismos? En “Emma Zunz”, Borges
escribe un cuento policial sin detective[1],
un crimen sin verdadero misterio y una verdad que no se encuentra en los
hechos, sino en la forma en la que son contados. Lo que parece una historia de
venganza se revela, en una segunda lectura, como una puesta en escena
cuidadosamente construida, donde cada palabra, cada número, incluso cada
nombre, cumple un papel preciso. En otras palabras, el relato se construye con
la precisión de un mecanismo silencioso.
A primera vista, el
cuento narra la historia de una joven que asesina al presunto culpable de la
muerte de su padre. Sin embargo, como es habitual en la literatura borgeana, lo
esencial no se encuentra en lo visible. Es por eso que el lector debe detenerse
para escuchar lo que no hace ruido: lo que no se dice, pero pulsa en cada
párrafo.
La historia oculta del
mismo no es solo la que Emma guarda para sí, sino también la que el propio
Borges esconde en la forma en que elige contarla: un estilo contenido, casi
clínico, donde la precisión se vuelve un recurso estético y simbólico. No
obstante, el tono impersonal elegido no elimina la intensidad del relato; al
contrario, la potencia. El narrador no la juzga; simplemente la sigue, como si
se tratara de una figura ajedrecística que ejecuta un plan. Esta distancia
emocional, lejos de alejar al lector, lo obliga a ocupar el espacio del juez. Y
acá es donde radica el verdadero juego borgeano: invita al lector a discernir
entre los hechos y su interpretación. Como afirma Ricardo Piglia[2],
“el cuento policial, en Borges, se transforma en una máquina de leer”. En “Emma
Zunz”, esa máquina está calibrada para desestabilizar nuestra noción de verdad.
Desde el principio, el
cuento está marcado por una obsesión por los detalles, creando un efecto de
verosimilitud que le da fuerza a una historia basada en una mentira. El lector
no encuentra vagas referencias al pasado o al entorno, sino fechas exactas, horarios,
cifras. Esta minuciosidad no busca claridad, sino efecto: al detallar lo
verificable, el texto legitima lo inverificable. Es decir, cuanto más real
parecen los hechos superficiales, más espacio se le otorga a la duda en lo
profundo.
En esa línea, incluso los
detalles más insignificantes adquieren carga simbólica. El nombre “Emma Zunz”
es casi un enigma en sí mismo: empieza y termina con la letra “z”, una letra
que evoca cierre, final, silencio[3].
¿Es esa Z el signo de una identidad clausurada, o de un laberinto sin salida?
Nada en Borges es casual. Cada recurso, cada elección, cada omisión está al
servicio de una estructura donde lo literario no es solo lo que se dice, sino
también lo que se sugiere.
Siguiendo con ese
pensamiento, no es casual que el número catorce, símbolo de infinitud[4],
sea el día que rompe la vida de Emma en dos al enterarse la muerte de su padre.
Ese “catorce”, más que un simple dato, funciona como un punto de quiebre: marca
el inicio de otro tiempo, uno donde la Emma anterior se disuelve para dar lugar
a otra versión de sí misma. Por consiguiente, no es azaroso que Borges elija
comenzar así, como tampoco lo es lo del apellido de la protagonista. Emma no solo cambia: se reescribe. De esta
manera, Jorge nos enfrenta a una paradoja inquietante: a veces, los elementos
más exactos sostienen la ficción más profunda.
Aquel desdoblamiento
también es clave. Hay una Emma antes del catorce y otra después. La que trabaja
en la fábrica, la que soporta en silencio, y la que elabora un plan tan
meticuloso como perturbador. No es simplemente que cambie; se disocia[5].
La muchacha que se acuesta con un marinero anónimo para poder simular una
violación no lo hace por deseo de justicia, sino como acto de transformación.
Su cuerpo se convierte en instrumento, su identidad se fragmenta. El yo que
ejecuta el crimen no es el mismo que recuerda a su padre. Incluso podríamos
pensar que ese vínculo con el padre es más complejo de lo que se enuncia: hay
una oscuridad insinuada, una posibilidad latente de abuso o de humillación que
Emma nunca dice, pero que el lector podría percibir entre líneas.
Ese silencio sobre el
pasado, más que una omisión, parece una estrategia narrativa deliberada. El
narrador no describe memorias felices ni gestos de ternura entre Emma y su
padre; simplemente da a entender que ella lo amaba. Pero ese amor no se
manifiesta con claridad ni en actos ni en recuerdos concretos. El vacío que
rodea esa figura paterna funciona como un espacio lleno de sospechas: ¿quién
era realmente ese hombre? ¿Por qué ese afecto tan intenso parece casi
desprovisto de contenido? El lector queda frente a una ausencia que habla: una
figura masculina que, aun estando muerta, continúa marcando las decisiones de
Emma. Esa ambigüedad, que atraviesa todo el relato, no se limita al silencio de
la protagonista, sino que es también el silencio del propio texto. Borges elige
no explicitar ciertos elementos, pero deja pistas suficientes para que el
lector intuya la existencia de un trauma anterior, de un pasado más oscuro que
permanece fuera del marco narrativo explícito. Prueba de esto es la frase final
del cuento: “Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran
falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”, donde él
desliza, casi en voz baja, que hay un dolor real detrás de la mentira
cuidadosamente construida.
Así, la historia oculta
del cuento no es solo el plan que Emma construye para engañar a la policía,
sino también el relato que se calla sobre su infancia, su sometimiento, su
transformación forzada. La mentira que Emma fabrica (la violación, el crimen,
la declaración final) no es solamente una coartada, sino una reescritura total
de su historia. La joven que asesina a Loewenthal no solo busca justicia para
su padre, sino también romper simbólicamente con un mandato que la había
encerrado en una identidad impuesta. Y eso es lo verdaderamente perturbador del
cuento: que la verdad emocional revelada a través de la mentira puede ser más
poderosa, más real incluso, que cualquier hecho verificable.
Asimismo, la reescritura
antes mencionada es tanto interior como narrativa. Borges decide no contarnos
lo que Emma siente, sino lo que hace. De ese modo, la acción sustituye a la
emoción, la estrategia reemplaza al desborde. Emma ya no es solo una hija; se
convierte en autora de una versión de los hechos, en una narradora dentro del
relato. En este sentido, la clave del mismo no reside únicamente en lo que ella
hace, sino en cómo logra justificarlo. Es decir, que planifica no solo el
crimen sino también la narración que lo envuelve, mezclando lo real con lo
ficticio. Ensaya, calcula, selecciona cada elemento como si se tratara de una
historia que debe ser contada para ser creída. Es como si Borges necesitara que
cada pieza esté exactamente en su lugar para que la mentira final resulte más
creíble, tanto para los personajes como para el lector.
Sin embargo,
paradójicamente, esta mentira le permite a Emma hacer justicia. La historia que
cuenta al final no es simplemente una coartada; es una obra de ficción con la
verdad emocional de una confesión. En este punto, Borges parece decirnos que
toda verdad necesita una forma, y que esa forma está siempre mediada por el
lenguaje. La violación que finge, el asesinato que comete y la historia que
narra no coinciden con la verdad empírica, pero sí con una verdad íntima,
emocional, subjetiva.
Esta idea nos conduce a
una dimensión ética compleja: ¿justifica el dolor personal la distorsión de los
hechos? Emma se convierte en víctima, ejecutora y narradora de su propia
historia. Ella encarna el conflicto entre justicia y venganza, entre verdad y
verosimilitud. La frase final: “La historia era increíble, en efecto, pero se
impuso a todos porque sustancialmente era cierta”, encapsula esta tensión. Lo
que importa no es tanto lo que ocurrió, sino lo que se cree que ocurrió. Y en
ese cruce entre lo real y lo verosímil, Borges revela su mirada inquietante
sobre el poder del relato.
La narración en cuestión
no oculta que Emma miente, pero sí nos obliga a preguntarnos si esa mentira no
encierra, en el fondo, una forma de justicia. La historia que no se cuenta (el
dolor de una hija, el poder que calla, la violencia institucionalizada) se
filtra en los huecos del texto. Borges no necesita subrayar nada; le basta con
dar lugar al lector para que lo descubra. Como en otros relatos suyos, lo
esencial no se impone, se sugiere. El silencio, entonces, se vuelve más
elocuente que cualquier sentencia.
Así, “Emma Zunz” no es
solo el relato de una venganza ni el retrato de una joven llevada al límite. Es
una reflexión sobre cómo las palabras pueden fabricar realidad, cómo el acto de
narrar transforma, persuade y hasta redime. Una meditación profunda sobre la
verdad y sus múltiples formas. Una verdad que, como la protagonista, se
disfraza, se adapta, se divide. Y que, a veces, necesita de una mentira para
poder revelarse.
[1] A diferencia del policial clásico, donde un detective reconstruye la
verdad a partir de pistas, Borges subvierte la estructura al centrarse en la
manipulación de la verdad. En lugar de una resolución, ofrece ambigüedad.
[2] Ricardo Piglia (1941–2017) fue un escritor, crítico literario y
profesor argentino, considerado una de las figuras más influyentes de la
literatura hispanoamericana contemporánea.
[3] En la tradición borgeana, los nombres a menudo funcionan como claves
cifradas, llenas de significado oculto.
[4] El número 14 puede interpretarse también como umbral de
transformación. Su mención explícita da lugar a una lectura simbólica del
tiempo en el cuento.
[5] Este desdoblamiento recuerda a las figuras del doble en la literatura
borgeana, como en El otro o Borges y yo, donde el sujeto pierde
unidad y se convierte en una entidad múltiple.
[6] Existencia de dos caracteres o fenómenos distintos en una misma
persona o en un mismo estado de cosas. La dualidad es el motor de la poética
borgiana, es lo que rige a los múltiples personajes que se definen a partir de
una identidad doble o plural; es además el elemento narrativo que permite a
Borges la construcción de sus intrigas.
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