lunes, 23 de junio de 2025

"La caricia más profunda" de Julio Cortázar - Audiolibro

 

"La caricia más profunda" de Julio Cortázar - Cuento adjuntado






"La caricia más profunda"

Julio Cortázar











En su casa no le decían nada, pero cada vez le extrañaba más que no se hubiesen dado cuenta. Al principio podía pasar inadvertido y él mismo pensaba que la alucinación o lo que fuera no iba a durar mucho; pero ahora que ya caminaba metido en la tierra hasta los codos no podía ser que sus padres y sus hermanas no lo vieran y tomaran alguna decisión. Cierto que hasta entonces no había tenido la menor dificultad para moverse, y aunque eso parecía lo más extraño de todo, en el fondo lo que a él lo dejaba pensativo era que sus padres y sus hermanas no se dieran cuenta de que andaba por todos lados metido hasta los codos en la tierra.

Monótono que, como casi siempre, las cosas sucedieran progresivamente, de menos a más. Un día había tenido la impresión de que al cruzar el patio iba llevándose algo por delante, como quien empuja unos algodones. Al mirar con atención descubrió que los cordones de los zapatos sobresalían apenas del nivel de las baldosas. Se quedó tan asombrado que no pudo ni hablar ni decírselo a nadie, temeroso de hundirse bruscamente del todo, preguntándose si a lo mejor el patio se habría ablandado a fuerza de lavarlo, porque su madre lo lavaba todas las mañanas y a veces hasta por la tarde. Después se animó a sacar un pie y a dar cautelosamente un paso; todo anduvo bien, salvo que el zapato volvió a meterse en las baldosas hasta el moño de los cordones. Dio varios pasos más y al final se encogió de hombros y fue hasta la esquina a comprar La Razón porque quería leer la crónica de una película.

En general, evitaba la exageración, y quizás al final hubiera podido acostumbrarse a caminar así, pero unos días después dejó de ver los cordones de los zapatos, y un domingo ni siquiera descubrió la bocamanga de los pantalones. A partir de entonces, la única manera de cambiarse de zapatos y de medias consistió en sentarse en una silla y levantar la pierna hasta apoyar el pie en otra silla o en el borde de la cama. Así conseguía lavarse y cambiarse, pero apenas se ponía de pie volvía a enterrarse hasta los tobillos y de esa manera andaba por todas partes, incluso en las escaleras de la oficina y los andenes de la estación Retiro. Ya en esos primeros tiempos no se animaba a preguntarle a su familia, y ni siquiera a un desconocido de la calle, si le notaban alguna cosa rara; a nadie le gusta que lo miren furtivamente y después piensen que está loco. Parecía obvio que sólo él notaba cómo se iba hundiendo cada vez más, pero lo insoportable (y por eso mismo lo más difícil de decirle a otro) era admitir que hubiera más testigos de esa lenta sumersión. Las primeras horas en que había podido analizar despacio lo que le estaba sucediendo, a salvo en su cama, las dedicó a asombrarse de esa inconcebible alienación frente a su madre, su novia y sus hermanas. Su novia, por ejemplo, ¿cómo no se daba cuenta por la presión de su mano en el codo que él tenía varios centímetros menos de estatura? Ahora estaba obligado a empinarse para besarla cuando se despedían en una esquina, y en ese momento en que sus pies se enderezaban sentía palpablemente que se hundía un poco más, que resbalaba más fácilmente hacia lo hondo, y por eso la besaba lo menos posible y se despedía con una frase amable y liviana que la desconcertaba un poco; acabó por admitir que su novia debía ser muy tonta para no quedarse de una pieza y protestar por ese frívolo tratamiento. En cuanto a sus hermanas, que nunca lo habían querido, tenían una oportunidad única para humillarlo ahora que apenas les llegaba al hombro, y sin embargo seguían tratándolo con esa irónica amabilidad que siempre habían creído tan espiritual. Nunca pensó demasiado en la ceguera de sus padres porque de alguna manera siempre habían estado ciegos para con sus hijos, pero el resto de la familia, los colegas, Buenos Aires, seguían ahí y lo veían. Pensó lógicamente que todo era ilógico, y la consecuencia rigurosa fue una chapa de bronce en la calle Serrano y un médico que le examinó las piernas y la lengua, lo xilofonó con su martillito de goma y le hizo una broma sobre unos pelos que tenía en la espalda. En la camilla todo era normal, pero el problema recomenzaba al bajarse; se lo dijo, se lo repitió. Como si condescendiera, el médico se agachó para palparle los tobillos bajo tierra; el piso de parquet debía ser transparente e intangible para él porque no sólo le exploró los tendones y las articulaciones sino que hasta le hizo cosquillas en el empeine. Le pidió que se acostara otra vez en la camilla y le auscultó el corazón y los pulmones; era un médico caro y desde luego empleó concienzudamente una buena media hora antes de darle una receta con calmantes y el consabido consejo de cambiar de aire por un tiempo. También le cambió un billete de diez mil pesos por seis de mil.

Después de cosas así no le quedaba otro camino que seguir aguantándose, ir al trabajo todas las mañanas y empinarse desesperadamente para alcanzar los labios de su novia y el sombrero en la percha de la oficina. Dos semanas más tarde ya estaba metido en la tierra hasta las rodillas, y una mañana, al bajarse de la cama, sintió de nuevo como si estuviera empujando suavemente unos algodones, pero ahora los empujaba con las manos y se dio cuenta de que la tierra le llegaba hasta la mitad de los muslos. Ni siquiera entonces pudo notar nada raro en la cara de sus padres o de sus hermanas, aunque hacía tiempo que los observaba para sorprenderles en plena hipocresía. Una vez le había parecido que una de sus hermanas se agachaba un poco para devolverle el frío beso en la mejilla que cambiaban al levantarse, y sospechó que habían descubierto la verdad y que disimulaban. No era así; tuvo que seguir empinándose cada vez más hasta el día en que la tierra le llegó a las rodillas, y entonces dijo algo sobre la tontería de esos saludos bucales que no pasaban de reminiscencias de salvajes, y se limitó a los buenos días acompañados de una sonrisa. Con su novia hizo algo peor, consiguió arrastrarla a un hotel y allí, después de ganar en veinte minutos una batalla contra dos mil años de virtud, la besó interminablemente hasta el momento de volver a vestirse; la fórmula era perfecta y ella no pareció reparar en que él se mantenía distante en los intervalos. Renunció al sombrero para no tener que colgarlo en la percha de la oficina; fue hallando una solución para cada problema, modificándolas a medida que seguía hundiéndose en la tierra, pero cuando le llegó a los codos sintió que había agotado sus recursos y que de alguna manera sería necesario pedir auxilio a alguien.

Llevaba ya una semana en cama fingiendo una gripe; había conseguido que su madre se ocupara todo el tiempo de él y que sus hermanas le instalaran el televisor a los pies de la cama. El cuarto de baño estaba al lado, pero por las dudas sólo se levantaba cuando no había nadie cerca; después de esos días en que la cama, balsa de náufragos, lo mantenía enteramente a flote, le hubiera resultado más inconcebible que nunca ver entrar a su padre y que no se diera cuenta de que apenas le asomaba el tronco del piso y que para llegar al vaso donde se ponían los cepillos de los dientes tenía que encaramarse al bidé o al inodoro. Por eso se quedaba en cama cuando sabía que iba a entrar alguien, y desde ahí telefoneaba a su novia para tranquilizarla. Imaginaba de a ratos, como en una ilusión infantil, un sistema de camas comunicantes que le permitieran pasar de la suya a esa otra donde lo esperaría su novia y de ahí a una cama en la oficina y otra en el cine y en el café, un puente de camas por encima de la tierra de Buenos Aires. Nunca se hundiría del todo en esa tierra mientras con ayuda de las manos pudiera treparse a una cama y simular una bronquitis.

Esa noche tuvo una pesadilla y se despertó gritando con la boca llena de tierra; no era tierra, apenas saliva y mal gusto y espanto. En la oscuridad pensó que si se quedaba en la cama podría seguir creyendo que eso no había sido más que una pesadilla, pero que bastaría ceder por un solo segundo a la sospecha de que en plena noche se había levantado para ir al baño y se había hundido hasta el cuello en el piso, para que ni siquiera la cama pudiera protegerlo de lo que iba a venir. Se convenció poco a poco de que había soñado porque en realidad era así, había soñado que se levantaba en la oscuridad, y sin embargo cuando tuvo que ir al baño esperó a estar solo y se pasó a una silla, de la silla a un taburete, desde el taburete adelantó la silla, y así alternando llegó al baño y se volvió a la cama; daba por supuesto que cuando se olvidara de la pesadilla podría levantarse otra vez, y que hundirse tan sólo hasta la cintura sería casi agradable por comparación con lo que acababa de soñar.

Al día siguiente se vio obligado a hacer la prueba porque no podía seguir faltando a la oficina. Desde luego el sueño había sido una exageración puesto que en ningún momento le entró tierra en la boca, el contacto no pasaba de la misma sensación algodonosa del comienzo y el único cambio importante lo percibían sus ojos casi al nivel del piso: descubrió a muy corta distancia una escupidera, sus zapatillas rojas y una pequeña cucaracha que lo observaba con una atención que jamás le habían dedicado sus hermanas o su novia. Lavarse los dientes, afeitarse, fueron operaciones arduas porque el solo hecho de alcanzar el borde del bidé y trepar a fuerza de brazos lo dejó extenuado. En su casa el desayuno se tomaba colectivamente, pero por suerte su silla tenía dos barrotes que le sirvieron de apoyo para encaramarse lo más rápidamente posible. Sus hermanas leían Clarín con la atención propia de todo lector de tan patriótico matutino, pero su madre lo miró un momento y lo encontró un poco pálido por los días de cama y la falta de aire puro. Su padre le dijo que era la misma de siempre y que lo echaba a perder con sus mimos; todo el mundo estaba de buen humor porque el nuevo gobierno que tenían ese mes había anunciado aumentos de sueldos y reajustes de las jubilaciones. “Cómprate un traje nuevo —le aconsejó la madre—, total podés renovar el crédito ahora que van a aumentar los sueldos.” Sus hermanas ya habían decidido cambiar la heladera y el televisor; se fijó en que había dos mermeladas diferentes en la mesa. Se iba distrayendo con esas noticias y esas observaciones, y cuando todos se levantaron para ir a sus empleos él estaba todavía en la etapa anterior a la pesadilla, acostumbrado a hundirse solamente hasta la cintura; de golpe vio muy de cerca los zapatos de su padre que pasaban rozándole la cabeza y salían al patio. Se refugió debajo de la mesa para evitar las sandalias de una de sus hermanas que levantaba el mantel, y trató de serenarse. “¿Se te cayó algo?”, le preguntó su madre. “Los cigarrillos”, dijo él, alejándose lo más posible de las sandalias y las zapatillas que seguían dando vueltas alrededor de la mesa. En el patio había hormigas, hojas de malvón y un pedazo de vidrio que estuvo a punto de cortarle la mejilla; se volvió rápidamente a su cuarto y se trepó a la cama justo cuando sonaba el teléfono. Era su novia que preguntaba si seguía bien y si se encontrarían esa tarde. Estaba tan perturbado que no pudo ordenar sus ideas a tiempo y cuando acordó ya la había citado a las seis en la esquina de siempre, para ir al cine o al hotel según les pareciera en el momento. Se tapó la cabeza con la almohada y se durmió; ni siquiera él se escuchó llorar en sueños.

A las seis menos cuarto se vistió sentado al borde de la cama, y aprovechando que no había nadie a la vista cruzó el patio lo más lejos posible de donde dormía el gato. Cuando estuvo en la calle le costó hacerse a la idea de que los innumerables pares de zapatos que le pasaban a la altura de los ojos no iban a golpearlo y a pisotearlo, puesto que para los dueños de esos zapatos él no parecía estar allí donde estaba; por eso las primeras cuadras fueron un zigzag permanente, un esquive de zapatos de mujer, los más peligrosos por las puntas y los tacos; después se dio cuenta de que podía caminar sin preocuparse tanto, y llegó a la esquina antes que su novia. Le dolía el cuello de tanto alzar la cabeza para distinguir algo más que los zapatos de los transeúntes, y al final el dolor se convirtió en un calambre tan agudo que tuvo que renunciar. Por suerte conocía bien los diferentes zapatos y sandalias de su novia, porque entre otras cosas la había ayudado muchas veces a quitárselos, de modo que cuando vio venir los zapatos verdes no tuvo más que sonreír y escuchar atentamente lo que fuera ella a decirle para responder a su vez con la mayor naturalidad posible. Pero su novia no decía nada esa tarde, cosa bien extraña en ella; los zapatos verdes se habían inmovilizado a medio metro de sus ojos y aunque no sabía por qué tuvo la impresión de que su novia estaba como esperando; en todo caso el zapato derecho se había movido un poco hacia adentro mientras el otro sostenía el peso del cuerpo; después hubo un cambio, el zapato derecho se abrió hacia afuera mientras el izquierdo se afirmaba en el suelo. “Qué calor ha hecho todo el día”, dijo él para abrir la conversación. Su novia no le contestó, y quizá por eso sólo en ese momento, mientras esperaba una respuesta trivial como su frase, se dio cuenta del silencio. Todo el bullicio de la calle, de los tacos golpeando en las baldosas hasta un segundo antes: de golpe nada. Se quedó esperando un poco y los zapatos verdes avanzaron levemente y volvieron a inmovilizarse; las suelas estaban ligeramente gastadas, su pobre novia tenía un empleo mal remunerado. Enternecido, queriendo hacer algo que le probaba su cariño, rascó con dos dedos la suela más estropeada, la del zapato izquierdo; su novia no se movió, como si siguiera esperando absurdamente su llegada. Debía ser el silencio que le daba la impresión de estirar el tiempo, de volverlo interminable, y a la vez el cansancio de sus ojos tan pegados a las cosas iba como alejando las imágenes. Con un dolor insoportable pudo todavía alzar la cabeza para buscar el rostro de su novia, pero sólo vio las suelas de los zapatos a tal distancia que ya ni siquiera se notaban las imperfecciones. Estiró un brazo y luego el otro, tratando de acariciar esas suelas que tanto decían de la existencia de su pobre novia; con la mano izquierda alcanzó a rozarlas; pero ya la derecha no llegaba, y después ninguna de las dos. Y ella, por supuesto, seguía esperando.

FIN

La vuelta al día en ochenta mundos

viernes, 20 de junio de 2025

Aparato crítico de CORTÁZAR, Julio


Aparato crítico: Julio Cortázar fue un escritor argentino, nacido en 1914 en Bruselas, Bélgica, y fallecido en París, Francia, en 1984. Recién al finalizar la Primera Guerra Mundial su familia pudo regresar a la Argentina, donde Julio pasó su infancia. Gran lector desde temprana edad, completó sus estudios secundarios con el título de maestro normal y luego se recibió de profesor en Letras. Más tarde comenzó la carrera de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), pero la abandonó y trabajó como docente en varias ciudades del interior del país. En 1951 se trasladó a París con una beca, y fue esa la ciudad que eligió como residencia permanente. Al concluir la beca, consiguió trabajo como traductor en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). 

Allí escribió una extensa y brillante obra literaria, destacándose especialmente sus cuentos fantásticos y relatos lúdicos, como Casa tomada o Axolotl, donde lo extraño irrumpe en lo cotidiano sin explicación. También abordó en otras obras temas existenciales, políticos y poéticos, combinando profundidad con humor. Sin embargo, su obra más disruptiva y revolucionaria fue una novela: Rayuela, que se convirtió en un clásico de la narrativa en español. En ella rompió con la estructura tradicional, proponiendo múltiples formas de lectura. Esta novela le otorgó su mayor éxito editorial y un amplio reconocimiento internacional. Cabe destacar, además, su fuerte compromiso con los derechos humanos y su rol como figura central del Boom latinoamericano.

domingo, 1 de junio de 2025

Eva en el cruce de escenas y relatos: cuerpo, poder y mito - Texto de la trilogía por Agustina Carrazzoni


Eva en el cruce de escenas y relatos: cuerpo, poder y mito

Texto de Agustina Carrazzoni


El primer capítulo de Historia Clínica, titulado “Eva, actriz de reparto de su propio drama”, reconstruye la evolución médica de Eva Perón desde el primer diagnóstico erróneo hasta su muerte, en un relato que, sin abandonar el rigor clínico, se permite una reflexión más humana, íntima y crítica. En este, la cámara sigue a una Evita que ya no es la figura pública presente de los actos y discursos, sino una paciente frágil, atrapada en su propio cuerpo y en un sistema que le niega la verdad. La narrativa avanza como una tragedia: comienza con un error quirúrgico (una supuesta apendicitis) y desemboca en la confirmación de un cáncer irreversible, en medio de médicos miedosos de hablar con claridad y decisiones condicionadas por el peso del poder.

A través de una puesta en escena sobria y profundamente emocional, se observa cómo Eva, aun siendo una figura central del poder argentino, queda desplazada de su propia historia: no se le informa claramente sobre su estado de salud, su dolor es gestionado por otros, y su rol se ve reducido al de enferma silenciosa dentro de un sistema médico politizado. Su cuerpo se vuelve así el centro del conflicto. Un cuerpo que duele, que se deteriora, que se vuelve símbolo. Pero también uno sobre el que se ejerce poder: médicos que callan, un entorno que decide por ella, una paciente que parece quedar excluida de su cuadro clínico perteneciente. La que alguna vez fue protagonista, paradójicamente, ya no actúa; otros hablan por ella. De tal manera que, la actriz principal de una vida política intensa, se transforma en una figura secundaria, casi una testigo de su final.

Este desplazamiento de la figura activa al lugar del objeto, dialoga con los modos en que la literatura ha trabajado la figura de Eva en distintos cuentos rioplatenses: “Ella” de Juan Carlos Onetti, “Esa mujer” de Rodolfo Walsh y “El simulacro” de Jorge Luis Borges. En los tres, su persona aparece de modo indirecto, velado o deformado. Y, sin embargo, en todos está presente una misma tensión: la lucha entre el cuerpo y el mito, entre la verdad y la manipulación, entre el protagonismo y el silencio.

En el primer cuento mencionado, se construye la imagen de una mujer enferma que permanece en una cama, rodeada por médicos que la visitan, pero que perdió toda capacidad de acción o palabra. Aunque nunca se menciona su nombre, la mujer recuerda a Eva en sus últimos días: poderosa pero inmovilizada, adorada pero olvidada, reducida a su deterioro físico. La narrativa se detiene en los detalles de su cuerpo, en el ambiente cerrado que la rodea. De igual forma, la puesta en escena en el capítulo televisivo se apoya en actuaciones sombrías, iluminación débil, pasillos vacíos y rostros cansados, que refuerzan la idea de clausura y encierro. El cuerpo, en ambos casos, se convierte en el centro de la escena, pero no como fuente de poder, sino como signo de fragilidad.

Siguiendo con el segundo, en este, Evita no aparece físicamente, pero su ausencia se vuelve el motor del relato. El cuerpo embalsamado de “esa mujer” es ocultado por un coronel que dialoga con un periodista en un ambiente cargado de tensión. Su figura es manejada como un secreto de Estado, como un objeto de posesión o de venganza. A diferencia del capítulo, donde Eva todavía está viva y puede sentir su propia exclusión, en el cuento ya ha muerto, y sin embargo sigue siendo disputada. El poder sigue ejerciéndose sobre ella, incluso en la muerte, como si nunca pudiera ser liberada de su papel político.

Finalmente, “El simulacro” lleva esta idea al extremo del ridículo. En un lugar del norte argentino, una mujer organiza una parodia del velorio de Eva Perón. El cuerpo, completamente ausente, es reemplazado por una puesta en escena que simula el dolor del pueblo. La escena se vuelve espectáculo, negocio, farsa. Borges ironiza sobre el modo en que el mito puede vaciarse de sentido y convertirse en rutina. Esa crítica al uso del símbolo se relaciona con el capítulo televisivo, que intenta justamente lo contrario: quitarle a Eva los decorados de la leyenda y devolverle algo de su humanidad, de su dolor real.

Narrativamente, el episodio sigue una línea trágica. Comienza con un diagnóstico errado, lo que anticipa una cadena de decisiones fallidas, silencios médicos y omisiones políticas. Eva es intervenida por un supuesto ataque de apendicitis, pero la verdad es otra: tiene cáncer de cuello de útero. Sin embargo, no se le comunica claramente. Su entorno médico, presionado por su figura pública y el peso del poder, elige callar. Ese silencio se convierte en uno de los temas centrales: ¿quién puede decir la verdad?, ¿quién decide lo que el otro debe saber?, ¿cuánto de lo que le ocurrió a Eva se debió a decisiones médicas y cuánto a decisiones políticas?

Estos interrogantes encuentran eco en los relatos literarios. En Onetti, la mujer enferma ya no participa del relato: es narrada por otros. En Walsh, la verdad está escondida, y el lector solo puede acceder a fragmentos. En Borges, directamente no hay verdad: hay una máscara, una imitación. En todos los casos, la figura de Eva se escapa de su propia historia. Pasa de ser sujeto a objeto, de actriz a figura manipulada por el poder, el deseo o la memoria.

El capítulo televisivo no solo reconstruye los hechos médicos, sino que propone una crítica profunda. Señala que, si los médicos hubieran hablado con claridad, si el contexto político no hubiera influido en las decisiones clínicas, tal vez la historia habría sido distinta. La falta de ética médica y el miedo a contradecir a los poderosos son elementos que se articulan con fuerza tanto en la pantalla como en la literatura. En última instancia, el cuerpo de Eva no le pertenece: lo habitan el Estado, los médicos y los relatos de otros. En la vida real, en los cuentos, y en la televisión, ella queda atrapada en una red de discursos que hablan por ella, que la utilizan o la silencian.

Así, la figura de Eva Perón aparece fragmentada en estas obras. No como una sola persona, sino como muchas versiones posibles de una mujer que vivió, enfermó, luchó, murió y fue convertida en leyenda. Ya sea desde una cama, una conversación cargada de secretos, o una parodia grotesca, su historia sigue generando preguntas sobre el poder, el cuerpo y la verdad.